Miedo al mar
Mucho tiempo después de mi aterradora experiencia en el mar, decidí regresar a él para enfrentar mi miedo. Después de todo sólo había visto que algo agitaba el agua iluminada por la luna, y lo que me pareció algo absurdamente grande, bien pudo ser un grupo de animales. Estar pensando en monstruos marinos en ese momento seguramente contribuyo con el repentino terror que sentí esa noche. Esos razonamientos son los que me hicieron volver al mar.
Tras un día entero de viaje llegué a una ciudad costera, y veinticuatro horas después partí en un barco repleto de turistas.
Las dimensiones del barco me daban algo de seguridad, aunque seguía mirando el mar con aprensión, y alguien lo notó. Un viejo barbudo vestido de marinero se acercó a saludarme y, apoyado despreocupadamente en la baranda de la nave empezó una conversación:
- El tiempo está bueno -comenzó diciendo el marinero-. El mar está calmado.
- Sí, hace buen tiempo -afirmé.
- Pero igual a usted no le gusta -observó el veterano de mar, y sonrió bajo su barba.
- Usted es observador -le dije-. Es cierto, no me gusta el mar. Soy un hombre de tierra firme, de andar en el campo, en el monte. Esto es algo muy ajeno a lo que conozco, es… no sé, no le encuentro la belleza, me resulta inquietante, tanta profundidad, tanta vastedad… Francamente, le tengo bastante miedo. No me avergüenza decirlo porque estoy seguro que muchos se aterrarían en los montes donde yo duermo tranquilamente. Respeto a los que aman el mar, pero a mí no me gusta.
- No tiene que gustarle a todos, y no es vergonzoso temerle. Tontos son los que no lo respetan. Todos estos turistas -dijo el viejo mirando a algunos pasajeros que pasaban- creen que viajar en barco es divertido, creen que la tecnología los mantiene a salvo, creen que pueden cruzar por estas aguas sin tener un mínimo de respeto. Antes los marineros vigilaban el horizonte con preocupación, ahora vigilan sus radares y aparatos, pero no pueden verlo todo, el mar aún guarda muchos misterios…
Y dicho aquello el viejo marinero se despidió con un gesto, levantó un poco su gorra, se alejó y se perdió entre los turistas que deambulaban por la cubierta.
Tras esa conversación miré hacia el horizonte, y vi que una montaña de nubes oscuras y amenazadoras se iba elevando de a poco. Después empezó a soplar un viento por demás cálido, el mar empezó a picarse, se oscureció, y en cuestión de minutos la tormenta estaba sobre nosotros.
El personal del barco hizo que todos fueran a sus habitaciones, y noté miradas alarmadas.
Cuando entré a mi camarote la tormenta rugía ferozmente. A pesar del enorme tamaño del barco, el mar enfurecido empezó a sacudirlo, e inevitablemente me asusté bastante. Retumbaban truenos, el viento silbaba horriblemente, y el ruido del mar enloquecido era ensordecedor. Entonces maldije mi decisión de volver al mar, y no sé por qué miré repentinamente hacia la ventana redonda del camarote. El viejo marinero me miraba desde el otro lado del grueso vidrio, pero ahora tenía rasgos monstruosos: tenía dientes puntiagudos y una sonrisa descomunalmente grande, y lo iluminaron unos relámpagos, y aquel instante de intenso terror me pareció eterno, hasta que finalmente desapareció de pronto.
La tempestad duró toda la noche. Por poco el barco no zozobró, y de milagro no terminamos en las oscuras profundidades del mar. Unas horas después alcanzamos un puerto. En ese tramo del viaje busqué al viejo marinero con la esperanza de comprobar que era alguien real, y que lo que vi fue una especie de alucinación provocada por el miedo, pero no lo encontré, y aunque pregunté a varias personas nadie lo recordaba.
Tras un día entero de viaje llegué a una ciudad costera, y veinticuatro horas después partí en un barco repleto de turistas.
Las dimensiones del barco me daban algo de seguridad, aunque seguía mirando el mar con aprensión, y alguien lo notó. Un viejo barbudo vestido de marinero se acercó a saludarme y, apoyado despreocupadamente en la baranda de la nave empezó una conversación:
- El tiempo está bueno -comenzó diciendo el marinero-. El mar está calmado.
- Sí, hace buen tiempo -afirmé.
- Pero igual a usted no le gusta -observó el veterano de mar, y sonrió bajo su barba.
- Usted es observador -le dije-. Es cierto, no me gusta el mar. Soy un hombre de tierra firme, de andar en el campo, en el monte. Esto es algo muy ajeno a lo que conozco, es… no sé, no le encuentro la belleza, me resulta inquietante, tanta profundidad, tanta vastedad… Francamente, le tengo bastante miedo. No me avergüenza decirlo porque estoy seguro que muchos se aterrarían en los montes donde yo duermo tranquilamente. Respeto a los que aman el mar, pero a mí no me gusta.
- No tiene que gustarle a todos, y no es vergonzoso temerle. Tontos son los que no lo respetan. Todos estos turistas -dijo el viejo mirando a algunos pasajeros que pasaban- creen que viajar en barco es divertido, creen que la tecnología los mantiene a salvo, creen que pueden cruzar por estas aguas sin tener un mínimo de respeto. Antes los marineros vigilaban el horizonte con preocupación, ahora vigilan sus radares y aparatos, pero no pueden verlo todo, el mar aún guarda muchos misterios…
Y dicho aquello el viejo marinero se despidió con un gesto, levantó un poco su gorra, se alejó y se perdió entre los turistas que deambulaban por la cubierta.
Tras esa conversación miré hacia el horizonte, y vi que una montaña de nubes oscuras y amenazadoras se iba elevando de a poco. Después empezó a soplar un viento por demás cálido, el mar empezó a picarse, se oscureció, y en cuestión de minutos la tormenta estaba sobre nosotros.
El personal del barco hizo que todos fueran a sus habitaciones, y noté miradas alarmadas.
Cuando entré a mi camarote la tormenta rugía ferozmente. A pesar del enorme tamaño del barco, el mar enfurecido empezó a sacudirlo, e inevitablemente me asusté bastante. Retumbaban truenos, el viento silbaba horriblemente, y el ruido del mar enloquecido era ensordecedor. Entonces maldije mi decisión de volver al mar, y no sé por qué miré repentinamente hacia la ventana redonda del camarote. El viejo marinero me miraba desde el otro lado del grueso vidrio, pero ahora tenía rasgos monstruosos: tenía dientes puntiagudos y una sonrisa descomunalmente grande, y lo iluminaron unos relámpagos, y aquel instante de intenso terror me pareció eterno, hasta que finalmente desapareció de pronto.
La tempestad duró toda la noche. Por poco el barco no zozobró, y de milagro no terminamos en las oscuras profundidades del mar. Unas horas después alcanzamos un puerto. En ese tramo del viaje busqué al viejo marinero con la esperanza de comprobar que era alguien real, y que lo que vi fue una especie de alucinación provocada por el miedo, pero no lo encontré, y aunque pregunté a varias personas nadie lo recordaba.
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